Volver a casa luego de 21 meses de viaje

Volver a casa no es algo que se decide de un día para el otro como diciendo “bueno, mañana volvemos, chau”. Es progresivo. Se empieza, por ejemplo, con una encrucijada en una esquina de Serbia; para la izquierda, Turquía y para la derecha, España. Se empieza sentado a la sombra y con honestidad.

Dos olvidables intentos de asalto en Hungría y la insistencia de Irene, quien nos hospedó la noche anterior, en que cambiemos de rumbo y entremos a Croacia decidieron esa mañana. Lo cierto también es que nos habíamos hecho adictos a los cambios de ruta y a la confianza ciega en las indicaciones de los demás. Me pasa algo raro con los planes, me imagino por tanto tiempo visitando un país que cuando estoy por llegar siento como si ya lo hubiese conocido y me aburre. Quizás por eso se me fueron las ganas de conocer París. Lo lindo de viajar en bicicleta es que un martes cualquiera de septiembre, por ejemplo, podés decidir doblar en otra esquina y, dos horas después de pedalear sin parar, cruzás una frontera que ni sabías que existía y llegás a un país del que no sabés ni el idioma. Así entramos a Croacia.

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Primera foto luego de cruzar la frontera y entrar a Croacia

La consigna era pedalear todo el día, a pesar de los 40 °C y el sol que quemaba, y llegar a algún camping en el que podamos ducharnos, dormir tranquilos y conseguir internet para ver cómo seguía todo esto. Frenar, dejar de pedalear un rato y pensar en frío. Seguimos los carteles y la ruta, la vida y el destino nos llevaron hasta Kopacevo y a un camping muy particular cuyo dueño recibe a todo el mundo con snaps (bebida alcohólica muy fuerte) y comida.

Me acuerdo que nos sentamos en una mesa de la galería y le hice a Uli la pregunta que venía evitando desde hacía un mes y medio: ¿Cuántas insulinas lentas quedan? Evitamos contarlas desde el día  que salimos de Berlín (supongo que ahí comenzó la vuelta a casa). Habíamos pasado 5 días en la gran ciudad cuidando a Kaimak, el hermoso perro que nos dejaron a cargo. Teníamos que irnos y el día prometía lluvia, así que armamos todas las alforjas lo más rápido posible y nos subimos a las bicis. Pero salir de Berlín es más difícil que entrar, por lo que tardamos cuatro horas en encontrar el fin de ese laberinto. Las ciclovías son poco respetadas, las calles están repletas de vidrios y saltos inesperados y la marea de gente no deja que te detengas a mirar un mapa o a pensar. Luego de mucho traqueteo, de cordones altos, pozos y frenadas inesperadas, logramos salir y le pusimos velocidad a las piernas para llegar al siguiente pueblo a pasar la noche. A todo esto, no habíamos hecho ni 40 km. Llegamos al pueblo, paramos en un supermercado Lydle, dejamos las bicis así como estaban y con la seguridad que nos daban los países del norte de Europa, entramos a comprar sin preocupaciones. Salimos y las bicis estaban ahí, intactas, ningún dueño de lo ajeno había intentado sacarlas. Pero aún me acuerdo como si fuese ayer, el momento en el que Uli sacó el bolso estanco para guardar la comida en mi alforja trasera y me dijo, con esa voz de pánico que nunca quiero escuchar, “perdimos una bolsa de insulinas”.

Teníamos tres Carteras Frío que nos permitían trasladar la insulina refrigerada sin que necesitemos heladera o frízer. Uno de los requisitos de las carteras, para su buen funcionamiento, es llevarlas en un lugar abierto para que respiren. Las llevamos durante dos meses, sin ningún problema, entre las alforjas traseras y el bolso estanco. Lo que había pasado era que, con el apuro de salir antes de que llueva, nos olvidamos de poner las trabas de seguridad de las alforjas traseras y, en uno de los tantos saltos de Berlín, una de las alforjas se salió y se cayó una bolsa. Entendimos todo y entramos en pánico. Sabíamos que, independientemente de la plata que hayamos ahorrado, eran las insulinas las que decidían cuánto tiempo nos quedaba de viaje. Son esos momentos en los que te decís a vos mismo “piensa rápido, piensa rápido”. No sabíamos si se había caído en la esquina del departamento que nos prestaron en la ciudad o hacía una cuadra. Lo primero que se me ocurrió hacer fue pedirle a la cajera del super que me escriba en alemán un papel donde explique lo que habíamos perdido con nuestro número de teléfono, por si alguien lo encontraba. Lo pegué a la salida. Volvimos varias cuadras hasta la salida del pueblo y no encontramos nada. Empezó a llover y decidimos que yo me quedara en una estación de servicio con mi bici y los bolsos y Uli se volvió, con la bici descargada, todo el camino hasta Berlín. Agarré el teléfono con número danés que teníamos con crédito gracias a nuestros amigos Caro y Germán que nos cargaron desde Copenhague y empecé a llamar. Lo primero que se me ocurrió fue llamar a Axel y a Caro para pedirles que me busquen en internet el número de la policía de Berlín para hacer la denuncia. Ese día, en ese momento, mi teléfono dejó de recibir mensajes y llamadas, así de simple. Había funcionado perfecto hasta el día que más lo necesitábamos. En la estación de servicio no había internet. No podía hacer nada más que quedarme ahí sentada con la bici y todos los bolsos esperando que Uli vuelva. No paraba de llover y las horas fueron eternas. Habíamos perdido una bolsa de insulinas, pero lo que más me preocupaba era que Uli estaba sólo en el camino, sin teléfono y con muy pocas pastillas de azúcar. Me acuerdo que se puso húmedo, estaba oscureciendo y empecé a llorar. Hacía mucho que no lloraba así, con ganas, con tristeza. No habíamos perdido nada en todo el camino y lo que más cuidábamos eran esas insulinas. Que si hace mucho calor, que no les dé el sol directo, que encontremos agua bien fría para que no se calienten, entre otras cosas. Algunos días, la poca agua fresca que conseguíamos era destinada a esas bolsas de insulina para que aguanten las temperaturas de más de 40 °C que nos tocaban. Aún así, pasó. Nuestro amigo Axel nos había dicho que se imaginaba a Uli al estilo Mario Bros, juntando muffins para recargar energías. Me acordé de eso y, tristemente, entendí que habíamos perdido muchas vidas.

Uli me había dejado con las dos bolsas de insulinas restantes. Se fue sin saber cuál había perdido y me quedaba a mí la difícil tarea de averiguarlo. Las habíamos distribuido de tal forma que en una había sólo insulinas lentas en otra, rápidas y en la tercera, mitad y mitad. Por el calor y el ejercicio, Uli había disminuido increíblemente el uso de insulina rápida, pero aún necesitaba la lenta cada noche, sin falta, para poder mantener los niveles de azúcar en sangre. Y, adivinen qué: cuando abro las dos bolsas que nos quedaban me encuentro con la que llevaba una mezcla y la que llevaba las insulinas rápidas. Era oficial, se nos habían caído 7 insulinas lentas, 7 meses de viaje. Muchos no lo entenderán, pero el costo de esas insulinas superaba  el gasto mensual que teníamos durante el viaje en bicicleta. Sí, podríamos haberlas comprado en la farmacia con alguna receta, pero eso también implicaba volver a casa.

Volvió Uli con las manos vacías y lloró un rato conmigo. Fui a hacer la denuncia a la policía regional y nuestra amiga alemana Binne nos ayudó a hacer la denuncia en la policía de Berlín. Nunca nadie encontró nada, las insulinas nunca aparecieron.

Esa noche acampamos en una plaza del pueblo sin miedo de que  nos corran porque los policías de turno ya nos conocían y sabían lo que nos había pasado. Seguía lloviendo y yo sentía que el cielo lloraba con nosotros. Tanto nos había costado conseguir todas las insulinas para el viaje que parecía mentira que se pierdan, así sin más.

Al día siguiente salió el sol, armamos las bicis y fue como si hiciésemos un pacto de silencio. Ninguno de los dos quería hablar del tema. Era más fácil seguir camino como si nada hubiese pasado, después veríamos.

Y así, pedaleamos hasta Dresde, pasamos por Praga, conocimos Viena, Bratislava y Budapest.

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Paseando por Viena, Austria

Recién dos meses después, en ese camping de Kopacevo en Croacia frenamos a asumir el hecho de que nos quedaban insulinas lentas hasta diciembre. Diciembre eran sólo tres meses más a partir de ese día. Habíamos intentado tantas veces conseguir el apoyo con medicinas por parte de Novonordisk (la empresa multinacional que las fabrica) que ya no teníamos ni esperanzas ni ganas de pedir. Además, ya éramos demasiado conscientes de la situación en Argentina y de lo complicado que estaba (y que está) conseguir las insulinas por obra social o salud pública. Lo cierto es que estábamos tan desganados que si ese día venía alguien y nos donaba 15 insulinas lentas, no teníamos ni ganas de aceptarlas.

Diciembre, sonó demasiado pronto y muy fuerte. Pensé en Viajeros Crónicos, en todo el empeño que le había puesto a mi página y a mi Fanpage, en los mensajes de motivación para las personas con diabetes tipo 1, en el día a día, en la bici, en los acampes al lado del río, en las charlas con desconocidos que terminaban siendo amigos, en las personas que saludábamos en el camino, en las lecturas a la luz de la luna, en los baños en el río, en las aventuras dignas de cuentos, en los paisajes que te sacan una lágrima y en los caminos perdidos que te dan paz. Todo eso no podía terminar en tres meses. De verdad que nos habíamos privado todos esos meses de una gaseosa fría, de una comida más abundante, de una ducha y de una cama sólo para poder cumplir nuestro objetivo de viajar en bicicleta hasta mayo (al menos), de estirar un poquito más este viaje de nuestras vidas que superaba todas nuestras expectativas.

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El mejor atardecer del viaje, en República Checa

Por eso digo que la vuelta a casa empieza mucho antes de la vuelta física. Es como cuando te pasás todo el día pensando en volver a casa y comer ese pedazo de torta que quedó en la heladera. Llegás y resulta que se lo comió tu compañera de departamento. Y te sacás, porque para vos el pedazo de torta ya era un hecho y no consideraste la opción de que no esté.

Cuando pasa la crisis, empezás a autoconvencerte de que a lo mejor no es tan malo. Hacés una lista mental de las cosas buenas de volver: dormir abrazada a tu perro, abrazar a tus abuelos, mirar una peli con tus viejos, ir a comprar helado con tu hermano, tomar mates con esa amiga que hace tanto que no ves y con la que hay tantas cosas para hablar que los audio ya no alcanzan y jugar con tus primitos que seguro ya crecieron demasiado. Ya habrá tiempo para pensar en cómo y dónde conseguir trabajo, vivir con tus viejos hasta entonces en esa ciudad en la que nunca pasa nada (o al menos eso creías), estar lejísimos de cualquier montaña o río, volver a los acosos callejeros, entre otras cosas. Mejor concentrarse en la familia humana y no humana que está del otro lado del charco esperando.

Con el tiempo te das cuenta de que lo bueno también se disfruta en los meses que quedan de viaje. Te das gustos. De vez en cuando un hospedaje, una cerveza o un helado. Lo cierto es que te querés autoconvencer de que ahora podés salir a tomar algo y está bueno, pero en el fondo sabés que preferís mil veces no bañarte por cinco días y seguir usando ese shampoo de detergente con tal de conocer esos países que habías trazado en el mapa.

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Mi colección de mapas y recuerdos

El 22 de diciembre, en Barcelona, tomamos el vuelo que nos trajo a casa. Debo reconocer que esperábamos ese momento con ansias. Queríamos que llegue y ya, basta de tanta espera, especulación y divagación mental. Si tenía que ser, que sea y listo. Envidiamos (y no sanamente) a todos aquellos que viven en ciudades con aeropuerto. El eterno vuelo de Barcelona-Roma-Ezeiza no se compara con las 10 horas por ruta que tuvimos en Argentina para llegar hasta San Francisco. Pero llegamos y fue raro. No se me ocurre otra palabra para describirlo.

Nadie sabía de nuestra vuelta, era sorpresa y eso nos ponía más ansiosos. Llegamos primero a la casa de Uli y, como sabíamos que podía pasar, no había nadie. Así que fuimos a mi casa y lo primero que veo es a 3 de mis perros en la vereda. Pero no les cuento más, dejo que lo vean ustedes.

Recuerdo que esa noche me fui a dormir. A la mañana siguiente me levanté temprano, tendí la cama, desayuné y lavé los platos. Pregunté en qué podía ayudar, era 24 de diciembre y había mucho por hacer. Salí a la calle y caminé por una ciudad que nunca antes había visto. Me detuve a analizar las construcciones de las casas y me llamó la atención tanto concreto y rejas. Saludé a los perros de la calle del barrio y me alarmó ver tantos sueltos, perdidos y abandonados. Me acuerdo que cedí el paso en una esquina y alguien debajo de un casco me dijo gracias, y sonrió. Hacía calor y no había ni una decoración navideña, a pesar de la fecha. Volví a mi casa y sonó el timbre, era un chico que vendía pastelitos. Le compré una docena para Uli que tantas ganas tenía de volver a comerlos y me quedé charlando con el chico.

¿Por qué nunca había hecho todo eso antes? Ese día me sentí bien y decidí que quería vivir en mi propia ciudad y sentirme una extranjera siempre.

“Mi ciudad”, esa en la que siempre creí que nunca pasaba nada y resulta que pasa. Me encontré con una historia que desconozco y con cosas que contar. San Francisco, de repente para mí, tenía una identidad y era emocionante poder apreciarlo.

Era el comienzo de una nueva aventura que no sabría hasta cuándo duraría. Profundizar en las raíces, conseguir un trabajo enriquecedor, seguir con los proyectos y crear nuevos, fortalecer lazos, conocer personas nuevas y afianzar relaciones viejas, entre otras cosas.

Seguir viajando, pero de alguna otra forma que tendré que encontrar o crear. Seguir contando historias.

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Gracias por leerme!

Alina Soledad Genesio

6 Comentarios »

  1. Muy lindo y fuerte al mismo tiempo.
    Yo estoy pensando la vuelta también y se pone difícil. Mas cuando dejas a tu compañera acá.
    Me alegro que hayas encontrado tu «nuevo» lugar.

  2. Ali, tu narrativa es excelente, los sigo hace un montón y su aventura es super inspiradora, da gusto conocer de gente asi, les mando un beso y espero seguir sabiendo de ustedes, bienvenidos al pais!♡

  3. Hermosos tus relatos súper emocionante. Que todo siga con felicidad y se puede donde uno se encuentre. La felicidad está dentro de cada una. Éxitos

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